En muchas ocasiones cuando hablo de la situación actual, he sentido que mis palabras no caen bien, que las personas no las quieren escuchar, que prefieren evitarlas. Si bien es un comportamiento normal en nosotros los humanos, no deja de generar curiosidad el hecho de que prefiramos vivir sin querer saber qué pasa en el ámbito económico y financiero del planeta, que no queramos conocer aquello que nos afecta tan directamente en nuestras vidas.
Y es que no es fácil mostrar la realidad. No es secreto para nadie que este virus Sars Cov 2 ha tenido un impacto sin precedentes en la economía mundial. Que la cuarentena obligatoria ha afectado a miles, si no a millones de pequeños negocios que vivían de sus ventas diarias. Que el desempleo se ha disparado en todos los países (según datos de la revista Portafolio, Colombia a mayo de 2020 tenía un desempleo que se acercaba al 20%. Según la OCDE, Colombia será el país de mayor descalabro a nivel de empleo). Apenas estamos viendo el inicio de lo que puede llegar a suceder. Sin embargo, no podemos culpar al virus de lo que está pasando, pues es algo que viene desde atrás; llevamos años con una economía muy fracturada, basada en la deuda, y el virus lo único que hizo es exponer a la luz pública esta situación.
Las pymes, aquellas empresas que luchan día a día para dar empleo a su gente, que a punta de préstamos bancarios sobreviven, pueden tener sus días contados. Cuotas que se retrasan, despidos dolorosos, bancarrotas obligadas. Todo esto va afectando a las ciudades, cuyo futuro próximo se ve opaco, complejo. Toda una cadena comercial afectada; alimentos que se encarecen, no sólo porque la cadena de alimentos para llegar a las ciudades se ha encarecido, sino también porque al haber menos consumidores, los propietarios de las tiendas y mercados deben cobrar más porque deben pagar su alquiler o impuestos. Y ni hablar de los centros comerciales; es muy probable que el consumo se reduzca, lo cual va a obligar al sector productivo a reinventar nuevas formas de producir lo que necesitamos, cosas que representen real capital social y de salud. Y todo esto conlleva hambre, violencia, inseguridad en las grandes ciudades.
El que estas grandes urbes y áreas suburbanas, con sus grandes supermercados, empiecen a caer, va a dar como resultado que las familias empiecen a migrar hacia las zonas rurales. Como dicen algunos, habrá relocalización de la economía y de las redes de trabajo, sea que lo escojamos o sea que nos veamos forzados a hacerlo. Todo esto será evidente próximamente; aún hoy, hay personas que ridiculizan esta idea, otras que lo niegan. Será el tiempo el que hable por sí solo.
La pregunta es: ¿en qué grupo estamos? ¿En el que ridiculiza, o en el que decide tomar acción?. Porque hay una diferencia entre los dos: cuando es nuestra decisión, podemos escoger qué queremos y podemos aprovechar que el mercado rural no tenga alta demanda; de otra manera, si nos vemos forzados a hacerlo, muy probablemente será en condiciones que nos dificulte la transición, sea en costos o sea en localización.
Ya hay un gran número de jóvenes que son nómadas digitales y que han entendido que la economía no será como había sido hasta ahora; son personas que están actuando por decisión propia y que saben que pueden trabajar desde cualquier lugar y están escogiendo de manera inteligente, la calidad de vida que ofrecen las zonas rurales, ricas en alimentos naturales, con costos muy inferiores a los de la ciudad, con espacios amplios y aire puro, donde sus hijos pueden o podrán tener la libertad de caminar, correr, jugar sin miedo. Y es una tendencia creciente. No sólo en jóvenes, sino en personas que están cerca a pensionarse o que ya gozan del retiro.

Y es que hay mucha oportunidad en estas áreas de crear comunidades de valor. Hay una gran oportunidad para los jóvenes de reinventar y fortalecer la economía local, de dejar un mejor mundo a las nuevas generaciones. Insisto, la dificultad nos hace creativos, puede sacar lo mejor de nosotros. ¡La mejor forma e empezar, es empezar!